enero 02, 2007

Motel.

Se habían encontrado en un cine que hallaron demasiado lleno de gente, se pasearon unos minutos y decidieron dejar el protocolo para otro día pues traían el apresuro de aquellos que solo fingen que les sobra el tiempo.
Caminando al auto él le dijo con las palabras empalmadas y casi echando a correr -Voy por unos chicles, ¿me esperas?- y se fue sin esperar la respuesta, dejándola parada en medio de la avenida más transitada de la ciudad con la minifalda que había escogido para estrenar ese día. Pasaron unos minutos y él regresó con refrescos. –No había chicles- ella sólo reía, ¿no hubiera sido mucho menos complicado decirle que iba por unos condones, y ya?
Veinte minutos después llegaron a su destino, un motel iluminando con luces neón su letrero. Un tipo se acercó muy discreto y él hizo la pregunta a todas luces, - ¿Cuánto cuesta el cuarto?- Ciento veinte pesos por cinco horas costaba. -¿No traes veinte pesos?- preguntó, y ella se quería hundir en el asiento. El mismo tipo los dirigió a la habitación que chequeó antes de dejarlos pasar y se fue como quien termina de hacer su trabajo. ¡Que frescura para un asunto tan delicado!
Entraron a la habitación en silencio, con los nervios en el pecho sin saber a ciencia cierta en que momento llegaron. Él depositó una botella de tequila y los refrescos en la mesa de vidrio en la que esperaban dos botellitas de agua purificada. Ella, se sentó en el borde de la cama sin saber muy bien que hacer, miró a su alrededor para descubrir lo que había en el cuarto y notó que seguía oscuro, se paró y encendió la luz, entró y salió del baño con igual apresuro, sirvió las bebidas que habían traído en una bolsa de plástico, le extendió la suya y volvió a sentarse en el borde de la cama sin saber muy bien que hacer. Olvidaron los detalles.
Y fue entonces que se amaron. Por primera vez se amaron como quien se conoce desde hace mucho tiempo. Ella lo tomó de la camisa, lo miró, ardientemente lo miró y entonces desabotonó su camisa elegantemente, disfrutando de cada instante congelado en fuego. Besó su pecho moreno con olor a piel latina, lo acarició por la espalda, lo abrazó fatalmente y lo besó en la boca como hacía mucho tiempo que él no había sido besado. Se desvistieron con ritmo a guitarra gitana, se tiraron en la cama y bailaron por primera vez, como lo harían por muchas noches más a partir de esa luna menguante.
El sudor iba mojando sin cautela sus sensaciones, pintándoles en la mente una playa de noche. Él la poseyó bruscamente confundiendo su placer con su dolor femenino, se arañaron, en mordieron, se tocaron hasta los pudores, se escondieron en el mundo etéreo de los amantes.
El cabello de la bella dama hacía una tormenta oscura en la almohada, enredado como telaraña, largo, largo como el sentimiento alborotado de esa noche, el mismo cabello que acarició las piernas, los ojos, la espalada, el pecho, el alma de él, haciéndole sombra a sus besos apasionados.
Disfrutaban del abismo del éxtasis sexual que es mortal como un veneno, un veneno que se mete por los poros y corre rápidamente por la sangre misma en caudales, en oleadas, en huracanes.
Él vivía el momento, ella se olvidó del tiempo saciando su sed de amar con el corazón. Una mano recorrió un cuello, unos hombros, una pelvis; otra unos muslos, una espalda, una boca. Los cuerpos se confundían a esas alturas así como los jugos, los gritos y los miedos. Dios miraba, dicen, y ellos lo alcanzaban en la cama.
Desde ese momento se convirtieron en cómplices de amor, en adictos de si mismos, de sus lujurias y sus enigmas, adictos a la adrenalina de descubiertos en los días desnudos bajo la sombra del silencio. Nunca se librarían de esa extraña sustancia compartida. Ya la habían intercambiado, ya se habían hecho hermanos, esposos, amantes eternos. No se salvaron del pecado capital.
Se tomaron de las manos fuertemente y así firmaron su juramento (sin palabras, corporal, mímico) de matar en esa noche a cualquier futuro entretenido. Eso era el cielo mismo.
-Oye- dijo ella – Feliz Cumpleaños-

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